Sana al mundo
Por Amerfi Cáceres
Santo Domingo RD- En los últimos días ha circulado un análisis que, sin buscar protagonismo, ha logrado tocar una fibra sensible del país. No porque señale a alguien en particular, sino porque nos obliga a mirarnos en un espejo que durante años hemos preferido ignorar.
La discusión pública no debería centrarse en un programa de televisión, ni en un grupo específico, ni en la juventud que aparece en pantalla. El verdadero problema no nace en un estudio de grabación. El problema nació mucho antes, en un país que perdió el sentido de lo ético, lo ejemplar y lo trascendente.
Por décadas hemos visto cómo los valores se diluyen frente al avance de la corrupción, el privilegio y la impunidad. Se celebran fortunas inexplicables, se admira lo superficial y se aplaude lo fácil. Y mientras tanto, se ha ido desplazando lo verdaderamente valioso: la honestidad, la solidaridad, el estudio, el trabajo digno y el respeto.
La juventud no creó este caos.
La juventud es el producto.
Cuando un país permite que sus modelos de éxito no sean los maestros, los científicos, los servidores públicos éticos, los artistas comprometidos, los emprendedores honestos o los ciudadanos que trabajan por su comunidad, sino aquellos que exhiben dinero rápido, escándalos o fama vacía, no puede sorprendernos el resultado.
Un pueblo educado en la banalidad inevitablemente reproduce banalidad.
Un país entrenado para admirar lo vulgar termina normalizándolo.
Pero aquí hay un punto crucial: la responsabilidad mayor no recae en los jóvenes. Recae en quienes, teniendo la obligación moral de sostener los valores, los cambiaron por beneficios personales. Recae en quienes cedieron el ejemplo, abandonaron el legado y dejaron que el desorden se instaurara como norma.
Hoy, lo que muchos ven como un simple reality show es, en realidad, un diagnóstico social. Un reflejo crudo, incómodo, inevitable de la condición espiritual y moral de la nación.
Y si duele, es porque es cierto.
Por eso, más que escandalizarnos por lo que vemos en una pantalla, deberíamos preguntarnos qué estamos enseñando en los hogares, qué estamos celebrando como país y qué tipo de sociedad estamos construyendo para nuestra niñez.
Desde mi espacio de trabajo con niños, niñas y adolescentes, confirmo cada día que la única forma de sanar esta nación es regresar a los valores esenciales: respeto, esfuerzo, empatía, responsabilidad, verdad, solidaridad y amor por lo propio.
No se trata de atacar personas.
Se trata de reconstruir los cimientos.
Este país necesita volver a educar con el ejemplo, volver a formar el carácter, volver a poner límites, volver a enseñar lo que significa vivir con propósito y dignidad. Porque una sociedad que olvida sus valores termina convirtiendo en espectáculo lo que debería ser una alarma.
Aún estamos a tiempo.
La generación que hoy crece merece una República Dominicana con un alma sana, ética y luminosa.
Ese es el país que debemos legar.
El verdadero tesoro está en los valores que compartimos.

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